Obligado acercamiento a esta realidad en la serie de artículos que estoy escribiendo desde que comenzó la pandemia. Obligado por la gravedad de sus consecuencias y también por la escasez de enfoques en esta línea entre la numerosa nómina de tertulianos y expertos qué salpican los medios de comunicación. Sorprende ver cómo hemos asimilado casi sin rechistar que la imagen de un gobierno de izquierdas durante más de un mes, hasta el patinazo de las fake news, fueran tres altos mandos del Ejército, la Policía y la Guardia Civil. Y no es que tenga yo nada contra ninguno de esos cuerpos –¿cómo podría si hasta pertenezco a uno de ellos?-, pero me gustan más cuando van detrás de los verdaderos criminales, los de traje y corbata, y creo que ante un problema sanitario, económico y en último caso político -pues política lo es todo-, los que debieran estar dando la cara diariamente son sus señorías y por supuesto expertos sanitarios. Por cierto que para esto último tenemos al señor Simón, tan quemado ya el hombre que igual merecía un relevo.
Pero más allá de este detalle de las ruedas de prensa, la presencia de militares o policías en nuestra realidad cotidiana es cada vez mayor, y no ya solo en tiempos de coronavirus. Desde hace unos años en España los militares apagan incendios, planta árboles y ayudan en otras tantas calamidades, y ya metidos en la pandemia hemos visto como han desinfectado muchos pueblos, residencias y centros de mayores y en muchos lugares de España patrullan nuestras calles con vehículos blindados para avisarnos amablemente de que debemos permanecer en casa. Y tanto o más de lo mismo para las policías, que hasta nos bailan una divertida coreografía en plena calle para animar a la gente. Esto es algo que a simple vista puede parecer fantástico, de no ser por un detalle, son hombre y mujeres armados que llevan siempre con ellos, les guste o no, el factor de coacción e intimidación sobre el ciudadano que implica un cuerpo de este tipo.
Otro detalle que no debemos pasar por alto y que tampoco ha sido objeto de crítica alguna, el número de denuncias interpuestas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en España. En las cuatro primeras semanas de confinamiento unas 650.000 denuncias; en Italia por ejemplo, un país en el que nos hemos fijado bastante durante esta pandemia, para el mismo periodo de tiempo con 63 millones de habitantes no llegan a 200.000 denuncias. No hablo ya del número de detenidos, una cifra a mi juicio desorbitada. ¿En verdad era necesario tanto celo? ¿Tan conflictivos somos los españoles?, ¿tanto más que los italianos? Y así un problema sanitario, político, ecológico o económico se convierte en un problema de seguridad. A este clima prebélico de alerta continua mucho ha contribuido el lenguaje castrense que el presidente Pedro Sánchez y sus ministros más presentes acostumbran a utilizar, con soflamas del estilo: “esta guerra la vamos a ganar”, “unidos todos los españoles”, ” en una gran nación”, “contra este enemigo que nos amenaza”.
Y el resultado de este circo lo comprobamos cada día, aceptación generalizada de la ciudadanía a esta presión punitiva, con gente que insulta a gente desde su ventana convertida en policía improvisada, recordándonos otras épocas tristes de nuestra historia pasada y una triste paradoja: los presos vigilando la cárcel con más celo que los propios carceleros.
En este punto alguien dirá: “hay que hacerlo por el bien común, para que no muera más gente, es necesario”. A lo que yo digo que bastaba con que nos lo explicaran razonadamente, con el recurso a la denuncia en muy último caso, pues en una democracia estamos, en teoría. El problema es que fue tan laxo y ciego este Gobierno en sus inicios a la hora de reaccionar frente al virus, y además ellos lo saben, que ahora se pasan por el otro extremo y nos lo hacen pagar.
En está aceptación masiva está nuestra derrota, aceptamos la presencia generalizada de policías, militares y demás uniformados en nuestra realidad cotidiana admitiendo que las cosas se hacen por miedo y no por compromiso o convencimiento cívico, y por esta vía aceptaremos también que nosotros mismos los ciudadanos somos los peligrosos y han de controlarnos, y nos geolocalizarán, y nos implantarán chips, y nos limitarán las libertades, y Hobbes estará disfrutando en su tumba, su tesis habrá triunfado. Y es que el españolito parece que ha aprendido la lección y ha interiorizado en su más profunda psique que en este mundo convulso y caótico en el que vivimos ya no vale el diálogo, la tolerancia, la solidaridad, la no imposición o la búsqueda de consensos, y sí las policías, los ejércitos, las picas, las cargas, las porras, los tanques de agua a presión, convertidos ya en imprescindibles, de modo que volveremos a verlos en futuras contingencias. Y así, se lo hacemos muy fácil a nuestra clase política, y antes su ineptitud, cobardía o falta de gestión, que en cualquier otro caso merecerían mucha crítica y acción ciudadana, les bastará en este ambiente con situarlo todo en un problema de seguridad, contarnos en relato que mejor les venga y sacar a las milicias a la calle.
Y esto es lo que hay, lo que está detrás de nuestra mansa sumisión a la coerción y el castigo, y no es poco grave. Estamos equivocando el camino y olvidando lo que es verdaderamente importante. Por poner un ejemplo, un dato que le escuchaba el otro día a Koldobí Velasco, incansable activista social canaria. Ella afirmaba que en las Islas hay un uniformado armado por cada 116 habitantes (entre policías, militares y guardias civiles, 8,6 por cada 1000), siendo Canarias una de las CCAA con menor índice de criminalidad, algo que contrasta muy mucho con los 5,9 profesionales de enfermería por cada 1000 habitantes que tenemos en Canarias, con la peor Sanidad de España según la mayoría de indicadores. En definitiva, estamos sembrando el terreno para lo que nos viene, un futuro de miseria, explotación y precariedad qué viviremos con la mayor de las resignaciones, por haber aceptado previamente vivir en un estado policial. Está bien si eso es lo que queremos, pero si luego no les gusta no digan que no les avisé.
Eloy Cuadra.