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Los viejitos y la cultura del cuidado.

A menudo, en el discurso habitual de los que no comulgamos con las formas de ser y de proceder de este mundo nuestro, nos fijamos en el político corrupto, en el empresario que quiere ganar a toda costa, en el parado que puede perder su casa o en la madre que no tiene para dar de comer a sus hijos, pero pocas veces reparamos en esas personas que todos seremos alguna vez, con un poco de suerte. Ya lo saben, lo he puesto en el título, son los viejitos, cariñosamente. Sobre ellos llevo tiempo queriendo escribir y por cosas que tiene la vida, últimamente estoy teniendo que verlos y tratarlos más de lo acostumbrado… y cuanto que estoy disfrutando. A menudo están ahí, en un rincón de nuestra casa sin molestar a nadie, aunque su pensión sea en muchas ocasiones lo que mantiene a toda la familia; también están en gran número en nuestros hospitales, en los pasillos de las Urgencias, aguardando a que la muerte les llegue casi siempre demasiado solos, demasiado tristes, demasiado el dolor, demasiado el abandono para una etapa de la vida que debería ser para recoger lo mucho, o lo poco, que se sembró. Una edad de homenajes y de cuidados que no es tal en esta cultura nuestra, absorbidos quizá por un sistema que nos impone la competencia, el individualismo, la belleza –la exterior-, lo sofisticado, los coches rápidos, la comida rápida, las relaciones rápidas, lo que está de moda, donde todo vale según el precio que le hayan puesto en el mercado, y donde nada ni nadie tienen valor intrínseco. En este modelo de sociedad multiabarcante, no parece haber ya lugar para la quietud, la fragilidad y la lentitud de ese pedazo de tiempo que son nuestros mayores, simplemente, no hay nada que puedan aportarnos. Y acaso no hay mensaje más a contracorriente hoy que pedir que volvamos a ocuparnos de nuestros ancianos, porque no se lleva y porque hasta puede molestar a un sector de los de la izquierda, viendo en mi alegato un mensaje conservador por pretender que hagamos nosotros, por puro placer, lo que deberían asumir los servicios sociales, sanitarios o asistenciales de nuestro malogrado estado del bienestar.

Y aquí como en todo un término medio: está claro, no puedo hacer con un señor mayor nada para lo que no estoy preparado, pero sí puedo acompañarlo, llevarlo, traerlo, cuidarlo y escucharlo, puedo hacer que sienta que todavía existe e importa para alguien, y ellos, aunque no lo parezca, tienen tanto que aportarnos. Por eso no entiendo cuando veo en la tele a un señor no tan anciano al que le cortaron las piernas por una enfermedad, y lo escucho lamentarse de que no puede salir de su casa porque hay muchas escaleras entre su cama y la calle y no hay rampa ni ascensor que le facilite el camino, de modo que sólo lo hace una vez al mes cuando un sobrino suyo viene a llevarlo a cobrar la paga. Y digo yo: ¿no hay más familia?, ¿no hay más sobrinos?, ¿no puede el sobrino venir al menos dos veces al mes? De veras que no lo entiendo, en cambio, sí que entiendo a los ancianos que no quieren ni oír hablar de un asilo, no cuando hay tantos convertidos en auténticos aparcaderos humanos, donde se les trata sin la más mínima empatía, amarrados incluso a sus camas por las noches casi como animales. Sobre esto último, más allá de la rabia me duele no haber podido denunciarlo todavía por falta de suficientes pruebas.

cuidado

En serio, no lo entiendo. ¿En qué momento perdimos la capacidad de sentir ciertas cosas? O tal vez soy demasiado raro. Pero si hay algo que me gusta de cuando estoy con gente mayor, es preguntarles por lo que pasaba en el mundo, en su mundo, cuando ellos eran jóvenes. Escucharles entonces es lo más parecido que conozco a estar en una máquina del tiempo, y a poco que imagino puedo vivir esos años en los que yo no estaba de una forma que difícilmente me lo contarán los libros o los documentales de época. Y hay una cosa más que me emociona especialmente, son sus sonrisas, sinceras, abiertas, afables, agradecidas, como si se supieran ya jugando sus últimas partidas aquí y entienden que deben disfrutar mucho más de todo, hasta de una simple conversación aparentemente intrascendente, como cuando éramos niños y todo nos interesaba, y todo nos sacaba una sonrisa. En este momento de mi reflexión me viene a la mente esa bella película que rodó el no menos bello Brad Pitt, “El curioso caso de Benjamin Button”. En ella, un chico nacía anciano y moría bebé, en una hermosa metáfora de lo que debería ser la vida. La película parece pura fantasía pero a veces, cuando hablo con ancianos, siento que no se aleja tanto de la realidad.

En fin, creo que es hora de acabar con mi exposición. Lo cierto es que me ha gustado poder decirlo, es cómo mi homenaje particular a todas esas personas mayores con las que he tratado y de los que he aprendido y disfrutado tanto, familiares, amigos o simplemente personas que se sentaron a mi lado una mañana esperando para entrar a algún sitio y conversamos. Los viejitos, los ancianos, cuidémoslos ahora, si no somos capaces de disfrutar con ello, hagámoslo porque es lo más justo y humano que podemos hacer, y si tampoco así lo entendemos, hagámoslo al menos por puro egoísmo, pensando en dejar algún ejemplo en los que vienen detrás, pues, algún día también nosotros necesitaremos ser cuidados. En definitiva: volvamos a una cultura del cuidado, es el mensaje más antisistema que se me ocurre para hoy.

ELOY CUADRA