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La razón que nos mata.

El hombre es un ser racional, se dice, usamos la razón para gobernarnos, aunque no siempre la usamos bien. ¿Cuál es la forma de razonar que más nos constituye? De eso versa esta nueva entrada de Versus, de esa clase de razón que nos está matando sin que nos demos cuenta. Esa que convierte a todas las personas en cosas. Pero, ¿de dónde viene?, ¿cómo nos atrapa? Tal vez encontremos algunas respuestas aquí.

Razón: (logos), en general se refiere a toda actividad relacionada con el esfuerzo intelectual destinado a comprender la realidad. Pero hay diversos usos de la razón, diversas racionalidades, según el fin al que atiendan. Así, una es la racionalidad objetiva (1) o razón usada para conocer la realidad; otra es la racionalidad subjetiva (2) o razón que regula nuestra conducta; una tercera es la racionalidad crítica (3) o razón usada para dilucidar lo que está bien de lo que está mal; y una cuarta es la racionalidad instrumental (4), o razón usada para calcular los medios o instrumentos más apropiados para alcanzar unos fines determinados.

Antes habríamos de aclarar no obstante: en el eterno debate entre los ambientalistas y los genetistas, nos decantamos del lado de los primeros, esto es, de los que afirman que sobre todo nos constituimos en base a la manera en la que nos socializamos. La genética, importante pero bastante menos que la educación.

Entendido esto, nadie podrá poner en duda que nos socializamos en una cultura ante todo capitalista. No obstante, alguien habrá que afirme que el capitalismo es un sistema económico pero para nada nos constituye, sólo es una parte de nuestra vida, pero no lo es todo. Pues… no estaría yo tan seguro.

Aunque a ello no voy a contestar yo, lo hará por mí un señor sociólogo de nombre Max y apellido Weber (1864-1920),
uno de los precursores de la sociología moderna. Este señor, en su famoso libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo vinculará el espíritu del capitalismo moderno, su auge y expansión a la mentalidad protestante que nace de la Reforma. Así, trabajar para el protestante no era sólo una actividad, era la voluntad de Dios, porque así lo había ordenado tras el pecado original: debíamos ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. La primera vía de salvación del fiel protestante no era ya la caridad o la solidaridad cristina, tampoco la penitencia, era una vida entera de austeridad y dedicación al trabajo para el cual estaba predestinado.

Capitalismo en sus inicios ligado a la religión, luego el capitalismo empieza ya desde el principio a no ser sólo un modelo económico. No es de extrañar por tanto que los países más industrializados del planeta y sobre todo los que primero llegaron a un alto nivel de desarrollo capitalista sean precisamente Inglaterra, Alemania, Países Bajos y con posterioridad los EEUU, todos países de confesión protestante. Parece pues que Weber no iba nada desencaminado.
Nos advierte Weber sobre el hecho de que, precisamente los países más reformadores y económicamente más progresistas fueran también los de mayor influencia y arraigo del protestantismo. Podemos entender así porqué aún hoy países de confesión cristiana no protestante como Italia, Portugal, Grecia, Irlanda o España y sus antiguas colonias en Sudamérica (a diferencia de colonias inglesas como Australia, Nueva Zelanda o EEUU) siguen siendo países menos industrializados que otros muchos de confesión protestante.

Y es que la ética protestante no tenía por conducta buena el gastar los beneficios acumulados en ostentación y lujo; de igual modo, la ociosidad era un pecado tan grave como el más grave; así, sin más remedio, se imponía el trabajo y su desarrollo racional previamente calculado y organizado.
La religión de los protestantes eleva así a los altares de la fe el espíritu de acumulación: hela aquí, aunque hoy no queramos verlo, la esencia del capitalismo íntimamente ligada a la religión.

En definitiva, el espíritu del capitalismo está ahí y actúa en nosotros mucho antes de que podamos darnos cuenta. Weber muestra en su obra lo ligado que estuvo en sus inicios a la ética protestante pero hoy pocos dudan de que ha traspasado las fronteras de la fe y afecta por igual a católicos, protestantes, ortodoxos, judíos, agnósticos o ateos, bastando con haber crecido y vivido en algún lugar del occidente capitalista para verse subyugado por su fuerza condicionante.

Es de suma importancia resaltar la manera en que el capitalismo se haya inserto en nosotros, pues a veces pensamos, erróneamente, que por mostrarnos críticos en un momento dado ya nos hemos zafado del influjo y el poder subyugador del capitalismo, nada más lejos de la realidad. Algo que nos hacen ver otros autores no tan lejanos en el tiempo como Weber, como es el caso de Bernard Guibert, miembro destacado del Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Económicos (INSEE) francés, cuando nos dice que los altermundistas denuncian el modo de producción capitalista como si fuese exterior a la sociedad, cuando de hecho somos nosotros mismos quienes consentimos su dominación y generamos el beneficio. Tenemos la economía que merecemos. La base de la economía actual está en nuestra cabeza, en nuestro imaginario colonizado por el modo de producción capitalista (TAIBO, Catarata, 2009, pág. 64).

Parece claro pues, el capitalismo es algo más que un sistema económico. Y bien, acabamos de fijar la verdadera dimensión del capitalismo, pero, ¿conocemos el patrón de conducta de nuestras sociedades capitalistas? ¿Cuál es esa razón que nos mata? Podría ser el cálculo, el método, la clasificación, la organización técnica, la burocracia, la apropiación, el dominio, la mirada objetivante, la ganancia, el interés o la razón que atiende a medios, pero todo esto se resume en un nombre: la racionalidad instrumental. La manera de pensar que está detrás de todo cuanto hacemos en Europa, en Occidente. Porque aquí, todos tenemos nuestro lugar, nuestro rol, nuestra función en la rueda de producción; todo en nuestras sociedades debe poder ser clasificado, medido, definido, computado, sumado, restado o desmontado, y lo que no pueda serlo de nada sirve. En la sociedad capitalista, cuyos dogmas son el progreso, la acumulación y el crecimiento sin límites, nada queda al azar, nada es espontáneo, nada es aleatorio, nada es gratis, nada escapa, nada es ajeno a su control. Occidente se convierte así en esclavo y deudor de la razón instrumental, razón científica, una razón donde no ha lugar para el sentimiento, la intuición, los afectos o las pasiones, tampoco para la diferencia, la alteridad, lo extraño o lo inabarcable. Una razón que nos convierte a todos en mercancías de cambio, en medios supeditados a fines, en cosas siempre prescindibles.

Bien pero, en una nota al principio hablábamos de cuatro tipos de razón donde la racionalidad instrumental era sólo una, ¿qué ha pasado con las otras tres? Nos lo van a explicar los pensadores que más reflexionaron sobre la razón instrumental en el pasado siglo, los frankfurtianos.

Frankfurtianos, o miembros de la Escuela de Frankfurt, y aquí nos quedaremos con dos de ellos: Max Horkheimer y Theodor Adorno. De ellos tomaremos para su análisis dos de sus más celebradas obras, la Dialéctica de la Ilustración y la Crítica de la razón instrumental. Y en ellas podremos ver la manera en que evoluciona la racionalidad europea hasta desembocar en lo que hoy se ha convertido, pura instrumentalizad.

Antes, un pequeño paréntesis, para explicar algo sobre esta famosa Escuela de Frankfurt. Una escuela que surge allá por el año 1923, cuando se funda en la ciudad del mismo nombre el Instituto para la Investigación Social con un propósito fundamental: transformar (mejorar) la sociedad de su tiempo desde el estudio y el trabajo conjunto en una serie de disciplinas o ramas de investigación. Reunidos en torno a esa idea pasaron por allí economistas, psicólogos, sociólogos, psicoanalistas, lingüistas o filósofos como los ya citados Adorno y Horkheimer, o Benjamin, Pollock, Marcuse o Fromm, entre otros. Su actividad se prolongó durante años hasta que con la llegada del nacionalsocialismo al poder en Alemania se vieron obligados a exiliarse a EEUU y trasladar allí su centro de trabajo. El Instituto aún existe hoy en la ciudad que lo vio nacer, si bien es cierto que no alcanzaron los altos objetivos que se proponían. Aunque su influencia y legado ha sido y es considerable.

Y un apunte más, importante para nuestro discurrir. Los frankfurtianos vivieron en primera línea la persecución a la que fueron sometidos los judíos en la Alemania nazi, asunto sobre el que reflexionaron profundamente. Así, la base de sus reflexiones giraban siempre en torno a una mayúscula turbación: no entendían cómo Alemania, cuna de la razón, de la ciencia o de las artes podía caer en la barbarie más absoluta del exterminio frío y sistemático de todo un pueblo. Importa destacar este hecho pues casualmente hoy, la Europa del mazo y la Frontera parece repetir con las clases desfavorecidas algunas de las pautas de comportamiento que ya se dieron con los judíos en el nazismo. Pensemos en los inmigrantes, en España se los persigue.

Y la primera obra que pretendíamos analizar es la Dialéctica de la Ilustración. Muy esquemáticamente por cierto, pues si hay una obra rica en contenido e importancia en lo que atañe a nuestro mundo racionalizado, esa es la Dialéctica, para muchos el mejor tratado filosófico que se ha escrito en el siglo XX y sin el cual es imposible entender la modernidad. Escrita a la par entre Horkheimer y Adorno, entre 1941 y 1944, de entrada diremos que intentó romper con una idea que la tradición filosófica occidental había mantenido como norma a la hora de situar a nuestra civilización en un tránsito del mito al logos. La historia de Occidente siempre fue tenida por la tradición del pensamiento como un pasar progresivo y continuado de la superstición, de las costumbres, de la creencia, de los mitos fundacionales o el animismo, a la razón, a la ciencia, al conocimiento, al intelecto, a la autodeterminación y la lógica que deriva de la experiencia empírica, en definitiva, a los valores que defendía la Ilustración. El libro que nos ocupa afirma que en realidad no hay tal paso sino una paradoja, o dialéctica, donde el mito es ilustración y la ilustración es mito. Traducido a un lenguaje que podamos entender mejor, lo que Horkheimer y Adorno quieren decirnos es que desde el inicio de la Historia, ya en la antigua Grecia, en Roma o en la Edad Media, los mitos y supersticiones que servían de referente a los pueblos y explicaban los fenómenos naturales no estaban exentos de razón lógica o sentido práctico, como no lo están el Corán, la Biblia o la Torá por mucha magia y muchos dioses que intervengan en escena. Y de igual e inversa manera, en nuestro mundo moderno, la racionalidad, la Ciencia, los expertos, se han convertido en mito sin que nos demos cuenta. Destacamos la palabra expertos porque a ella nos remiten constantemente Horkheimer y Adorno para hacernos ver que en nuestra civilización todo está ya en manos de los tecnócratas, de los especialistas, de los que saben. ¿O acaso alguien se atreve a discutir la palabra de un médico, de un científico o de un catedrático de economía aplicada? Son técnicos, nosotros no; saben de lo que hablan, deben pues llevar razón. Y en este proceso la ciencia se mitifica, no es discutible, pasa a ser un dogma, y acabamos transformándola en un fetiche, en un ídolo al que adorar, como antaño hacíamos con los dioses que nos atemorizaban. Y así queda sembrada la paradoja: la Ilustración se convierte en mito y en ese tránsito vuelve a hacer al hombre esclavo de lo que pretendía haber escapado.

Este es el drama del mundo moderno que ellos vieron reflejado en su Alemania, donde a la luz de la razón se procedió a la eliminación sistemática y calculada de un pueblo sin que nadie pareciera percatarse de que se trataba de una barbarie. Esto fue posible –entramos aquí en la segunda tesis que defiende la obra- por la transformación que experimenta la racionalidad desde su origen, desde una razón objetiva y finalista a esa otra razón a la que venimos aludiendo, la razón instrumental, la razón que nos mata.

Sobre estos argumentos volverá Horkheimer con posterioridad en el ensayo de nombre significativo ya mencionado antes, la Crítica de la razón instrumental. Y de nuevo nos situamos unos siglos atrás, en el XVIII, con la Ilustración y la burguesía que la alentó y la hizo suya. Horkheimer hablaba de las esperanzas que la burguesía había puesto en la razón como guía para la emancipación humana, y lo decía así:


Nada más opuesto a las ideas de los protoluchadores de la civilización burguesa, de los representantes espirituales y políticos de la clase media ascendente que de forma unánime se pronunciaron a favor de que la razón asumiese un papel rector, incluso preeminente en la conducta humana, que semejante asignación a la razón de una posición subordinada. Para ellos una legislación sabia era aquella cuyas leyes coinciden con la razón; la política nacional y la internacional eran juzgadas a tenor de la medida en que se sometían a la relaciones con los otros hombres. Era concebida como una entidad esencial, como un poder espiritual inherente a cada ser humano. Este poder fue elevado a instancia suprema, más aún, a la fuerza creadora que late tras las ideas y las cosas a las que deberíamos dedicar nuestras vidas.


Como ven, todo estaba puesto en la razón del hombre. Se trata de ver cómo es posible que una razón que nació con tan buenas intenciones haya derivado en la razón que conocemos hoy, esa razón que nos mata.

Horkheimer nos lo explica afirmando que la razón en la que pusieron toda su fe los ilustrados y los que les siguieron era una razón objetiva, multiabarcante y finalista, algo de lo que apenas quedan vestigios. Los revolucionarios burgueses del siglo XVIII lo que pretendían era sustituir la religión tradicional y todo lo que de superstición tenía por pensamiento filosófico metódico, conocimiento e intelección y a través de ellos dominar a la Naturaleza y derivar un destino único para la especie humana como vértice supremo de la Creación. ”Liberté, égalité, fraternité” fue el lema de los ilustrados (mal entendido lema por cierto, pero de ello ya hablaremos en otro momento), la vida de los hombres había de tener un fundamento racional con pretensiones de verdad. La justicia, la belleza, la dignidad humana eran conceptos que tenían valor por sí mismos, un valor absoluto e inalienable. Los racionalistas burgueses del siglo XVIII estaban convencidos de que a todo ser humano le correspondían una serie de derechos más allá de la nacionalidad, la frontera, el origen o la clase social.
La Ilustración nació pues como vemos con voluntad universalista, y la razón objetiva se convirtió en su adalid. Una razón que pese a todo no excluyó nunca a la razón subjetiva, a la razón de cada uno, a la que calculaba los medios más adecuados para conseguir un fin concreto, simplemente las consideró expresiones parciales y limitadas de una racionalidad englobante de la que debía depender en última instancia todo acto.

Vemos pues cómo, la razón subjetiva y la razón instrumental se plegaban en sus inicios a la razón objetiva, o al menos eso pretendían los guardianes de la Ilustración. Eran tiempos en los que la ética jugaba todavía un papel importante, todavía se creía que la Humanidad podía tener un fin, un thelos, la justicia universal, la paz mundial, la reconciliación o como queramos llamarlo. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué fue lo que vino a fastidiarlo todo? Algo que los burgueses ilustrados no supieron ver en la razón objetiva que apadrinaron, un detalle en el que repara Horkheimer en su Crítica, cuando observa cómo los ilustrados en su afán por luchar contra la ignorancia y el dogmatismo que arrastraban de la religión y el feudalismo, introdujeron en el discurso un valor nunca antes manejado: la tolerancia.


Por una parte, tolerancia significa libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por otra, fomenta una actitud de neutralidad frente a cualquier posible contenido espiritual, que de este modo se ve librado al relativismo.


Y como bien apunta, de la tolerancia nació el relativismo, y el relativismo resquebrajó el ideal de razón objetiva, universal, finalista y multiabarcante para dar paso a tantas razones objetivas, microuniversales y finalistas como universos, sociedades y culturas hay. Y he aquí que la racionalidad ilustrada llevaba implícito, sin saberlo, el germen de su propia autodestrucción. Comienza por este camino el declive del racionalismo como manera dominante de entender el mundo, a la par que surgen otros modos de pensamiento, otras filosofías, otras formas de pensar y ordenar la realidad (empirismo, positivismo y más tarde el pragmatismo), y la Ciencia se sitúa así en el centro neurálgico de toda filosofía que se precie, convirtiéndose en la única autoridad a tener en cuenta.

¿Lo vais viendo verdad? De la mano de la incuestionable Ciencia tenemos ya al mando a la razón instrumental. En adelante lo importante será sólo aquello que pueda ser medido o verificado, el pensamiento que tiene su reflejo y comprobación en la realidad empírica o las consecuencias que se derivan de cada hecho concreto. Lo universal-humano, la Humanidad y el valor que esta idea encierra a priori, los valores (libertad, justicia, fraternidad, igualdad) que la Ilustración postulaba como inalienables pierden terreno a medida que lo gana la idea de “nación”. Y es en estas naciones y en sus democracias emergentes (Inglaterra, Estados Unidos) donde aparece el valor de la mayoría primando sobre cualquier otro principio objetivo superior. En este contexto, hablar de justicia, de dignidad o de libertad en términos absolutos apriorísticos (como querían los ilustrados) comienza a no tener sentido. La justicia, la dignidad, la libertad no son medibles ni verificables científicamente, no pueden por tanto afirmarse mejores que la injusticia, la indignidad o la opresión, no al menos en todo momento y lugar.

Fino análisis, sin duda, el que nos hace Horkheimer. Esta es la corriente de pensamiento que pasó a dominar en adelante, al tiempo que el capitalismo hacía su trabajo, al principio con el maquinismo, con la revolución industrial, con los transportes o la producción en serie; y la técnica comenzó a servir al bienestar de los hombres; y la Naturaleza empezó a ser dominada por los intereses de los hombres; “saber es poder” dijo Sir Francis Bacon y su frase se convirtió en lema de una época; y por este sendero –nos cuenta Horkheimer- pronto el hombre tomo conciencia de su poder hasta comprender que la razón como tal sólo se encontraba en la mente del ser humano, porque, sólo el sujeto podía ser racional en un sentido auténtico. Y así fue cómo acabamos convenciéndonos de que no hay razón en el mundo, no la hay universal, no hay tan siquiera razones universales relativas. La Naturaleza es caos y multiplicidad en evolución constante, sólo puede haber, por ende, razones humanas individuales que ordenan la realidad en base a unos intereses determinados. De esta manera, la razón objetiva ordenadora y dadora de sentido de la que venimos hablando, se tornó una falacia, una ilusión, una mera convención inoperante ya, deviniendo poco a poco en razón subjetiva, y de ésta en razón instrumental.

Bien, bien hasta aquí. Pero en la nota del inicio hacíamos ver que son diferentes y no equivalentes razón subjetiva y razón instrumental. Decíamos que la razón subjetiva era aquella acción mental que poníamos en marcha para regular nuestra conducta, y hablábamos de la razón instrumental como aquella otra que usábamos para calcular los instrumentos más apropiados para alcanzar unos fines concretos. Entonces, ¿cómo deviene la una en la otra hasta hacer de nosotros unos seres que ya sólo funcionamos con la razón instrumental? Para saberlo tendremos que preguntarle al capitalismo y a algunos de sus apóstoles. Uno de ellos, Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo escocés tenido por muchos como el padre de la economía política moderna. Smith, veía como algo consustancial al hombre la propensión a poseer cosas, de donde dedujo la inclinación también natural al trueque, al comercio o al intercambio. Él fue el primero en defender la tesis –mantenida hasta hoy por el neoliberalismo- de que el bienestar de las naciones reside en el crecimiento económico, la libre competencia y la preocupación por el interés propio (egoísmo) de cada uno. También a él es atribuida la idea de la Mano Invisible de un mercado que todo lo armoniza. Se apuntaba ya en ese concepto lo que hoy conocemos como sistema de mercado, y poco a poco empezamos a comprender: desterrada la idea del fin superior al que debe tender la Humanidad y desintegrada la razón objetiva que debía dar sentido a la existencia, sólo quedaba ya buscar el bienestar individual y por extensión el bienestar de las sociedades de las que se formaba parte. El buen vivir, el vivir cómodo se sitúa así en el lugar que antes ocupaban otros fines superiores.

No se trataba ya de aspirar a la justicia, a la paz, a la libertad o a la armonía universal, se trataba de que el mayor número de personas de tu país pudieran vivir bien al mismo tiempo independientemente de la manera en que lo hicieran o del sistema político en el que se desenvolvieran. Y este buen vivir sólo nos lo podían procurar la Ciencia y sus avances por un lado y el desarrollo del capitalismo por el otro, cuando el trabajo productivo es santificado y elevado a los altares de la más digna actividad humana e ideólogos como el señor Smith afirman que sólo a través de la competencia, el crecimiento de la economía y la preocupación por el incremento de lo propio podrán las sociedades prosperar en bienestar. Es fácil intuir, a tenor de lo dicho, la manera en que la razón del hombre se va tornando cada vez más instrumental en un ambiente de persecución constante del beneficio propio, ausente ya en nuestra elección cualquier valor superior que pudiera restringir esta tendencia.

Pero hay otro apóstol del capitalismo sin el cual nada habría sido lo mismo. Alguien que nació, casualmente, varios siglos antes de que el capitalismo empezara a despuntar, cuyo espíritu supo aguardar al momento propicio para hacerse presente. Hablamos de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), filósofo e historiador florentino cuya obra El Príncipe sigue siendo lectura de cabecera de todo político que se precie, cuyo apellido ha puesto calificativo a una conducta poco ética y no por ello menos practicada hoy. Hemos de aclarar, no obstante, que Maquiavelo ha sido históricamente denostado y satanizado hasta extremos que van mucho más allá de lo que él realmente hizo o dijo. En su defensa diremos que sus fórmulas políticas no fueron escritas con ánimos universalistas, y sí y sólo para un determinado contexto, el de una sociedad florentina tempestuosa y convulsionada por la avidez de los príncipes que la gobernaron en la época en la que él vivió. Del uso que se hizo de su legado intelectual tras su muerte poca culpa pudo tener él. Lo cierto es que, pretendiéndolo o no, las tesis apuntadas por Maquiavelo supusieron la ruptura radical de la política con la moral, sepultura definitiva de otros pensadores que pensaron la política antes y después que él, como Platón, Aristóteles, Kant o Leibniz.

Maquiavelo es importante para nuestro análisis porque fue quien introdujo la idea de razón de estado, o capacidad que tiene todo Gobierno para manipular la verdad si de ello se sigue un beneficio para la comunidad. La moral, lo que es justo, la dignidad, la libertad, son valores que quedan para Maquiavelo circunscritos únicamente a la esfera de lo privado. La política, la esfera pública se mueve con otros parámetros ajenos a la moral. Algo que él mismo vino a decir cuando nos dijo: hay que tener en cuenta que el príncipe, y máxime uno nuevo, no puede observar todo lo que hace que los hombres sean tenidos por buenos, ya que a menudo se ve forzado para conservar el estado a obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse con los vientos de la fortuna y la variación de las circunstancias se lo exijan, y como ya dije antes, no alejarse del bien, si es posible, pero sabiendo entrar en el mal si es necesario.

También a él se le atribuye la célebre frase, el fin justifica los medios, de la que buena fe nos da la cita que acabos de reproducir. Para Maquiavelo el interés común adscrito a un determinado contexto parece estar por encima de cualquier valor trascendente o atemporal. Así, podemos mentir, podemos restringir derechos inalienables, podemos tomar lo que no es legítimamente nuestro y hacer la guerra si de ello recibe la comunidad un beneficio ulterior. La razón de Maquiavelo es pues una razón fría, calculadora, estratégica, es la razón política de la modernidad, la que sin duda ha triunfado y como estamos viendo, es también una razón puramente instrumental.

Y bien, no hace falta que os diga más. Ya tenemos a la razón instrumental al frente de nuestra civilización ocupando todas sus esferas de influencia: la religiosa, según nos explicó Weber, la filosófica según nos dan cuenta Horkheimer y Adorno, la económica, según Adam Smith, y la política, según Maquiavelo. Todas nos vienen a probar lo mismo: el primado del interés propio sobre cualquier otra idea con pretensiones de validez superior. Lo que antes eran medios puestos al servicio de unos fines ulteriores (superiores, trascendentes) han tomado el lugar de los fines a los que servían. Hoy ya nada tiene valor por sí mismo, todo vale según el valor que le otorga el mercado cambiario, todo se vende y se compra y tiene valor por ello y lo que nadie vende porque nadie compra no tiene valor ninguno.

¿Entendéis ya cual es esta razón que nos mata? Sobran ejemplos para traer aquí como prueba de lo injusto de nuestro mundo civilizado, un mundo que posee la técnica y el conocimiento suficiente para hacer vivir con dignidad a todos, que sin embargo tiene buena parte de la Humanidad viviendo en la miseria y la opresión. Y es así porque todos hemos interiorizado ya esa forma calculadora y fría de pensar, que está en la sociedad, pero sobre todo está en todos y cada uno de nosotros aún sin que nos demos cuenta.

Y aquí podría acabar el análisis de la sociedad de nuestro tiempo y la manera en que pensamos, pero el análisis no estará completo si no afirmamos una característica más de nuestro mundo y este sistema que nos gobierna y dirige: la incoherencia, lo grotesco, el absurdo de mucho de lo que hacemos cada día, consecuencia final de llevar hasta el extremo el modo de hacer de la razón instrumental.

Y es que llevamos tanto tiempo tomando a todas las cosas por mercancías susceptibles de ser vendidas o compradas, durante tanto tiempo lleva funcionando en el hombre esta manera calculadora, cosificante y metódica de racionalizar el mundo que introdujo en nosotros el espíritu del capitalismo que, ahora ya también los seres humanos nos hemos convertido en cosas, en mercancías, hemos perdido esa mirada auténticamente humana y nos hemos cosificado a los ojos del resto de los hombres. Aquí radica lo grotesco, lo absurdo, lo monstruoso de nuestra existencia. Las personas nos hemos convertido en cosas a los ojos de los demás. Valemos hasta que aportamos algo y se nos puede aprovechar, no valemos cuando no aportamos nada cuantificable, entonces nos olvidan, nos tiran o nos persiguen. Pensemos en los inmigrantes, perseguidos en España, pensemos en los sin-techo, abandonados por todos, o en los ancianos, aparcados donde no molesten; pensemos en cómo se trata a un señor ejecutivo y como se trata a un triste barrendero.

Observan esta pintura, El sueño de la razón produce monstruos. ¿La conocéis verdad? Es de Goya, es el grabado número 43 de la serie Caprichos de un total de 80 estampas. Está postrado el hombre, parece estar durmiendo mientras a su alrededor revolotean multitud de alimañas de aspecto monstruoso. El genial pintor quería avisarnos del peligro que conlleva dejar a la razón orgullosa y altanera vagar por sí sola presa de sus ensoñaciones, olvidando a las demás virtudes. Quería avisarnos pero nadie reparó en sus advertencias, y eso es precisamente lo que ha hecho la modernidad: dejar a la razón discursiva que hace inferencias y calcula ganancias sola al mando, olvidando a los afectos, a la moral, a la razón recta, a la razón ética, a una razón que por encima de todo buscaba hacer y mantener el bien. Y así, por desgracia estamos hoy.

Bueno, ahora que ya lo sabemos, igual podemos hacer algo por cambiar. Seguramente sí, lo veremos en futuras entradas.