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Violencia policial: violencia en el sistema.


Mucho se habla en estos días sobre las cargas policiales en las acciones de los indignados del movimiento 15M en España. Para unos, excesivas, para otros justificadas, para algunos, entendibles, a razón de los tiempos que nos ha tocado vivir. ¿Por qué tanta violencia?, ¿a qué obedece?, ¿de quién es obra? ¿Violentos por naturaleza o por educación? ¿Violentos los policías porque han sido seleccionados y adiestrados para ello? ¿Violentos los indignados? ¿Puede el policía elegir no ser violento o está irremediablemente obligado a serlo? Y una pregunta más, quizá la pregunta central: ¿somos libres para elegir? Veremos lo que la psicología nos dice sobre todo esto.

Aunque así de entrada y sin esperar a ver lo que nos dice la ciencia, ya sabemos lo que dice el sistema: somos libres. Cuando vemos en televisión un caso de violencia policial, cuando esta violencia resulta excesiva y claramente injustificada, nuestra manera occidental de entender las cosas dirá que los agentes se excedieron, si es así como ocurrió, o dirán que la respuesta estaba justificada, como muchos han dicho de las cargas recientes de Barcelona, Valencia o Tenerife. Sea cómo fuere, se toma como un acto de violencia aislado, individual y libre, de una parte o de otra. Justificado o injustificado, eso poco importa. De esta manera, el sistema queda salvado de toda culpa; el culpable es el policía, el que se aplicó de forma violenta, o los manifestantes que provocaron en exceso más allá de lo permitido por la ley. Nada que ver con los que ordenan, nada que ver con los que mandan, y nada que ver tampoco con los que callan y asienten. Los violentos son manzanas podridas dentro del cesto, pero al cesto nadie lo cuestiona.

Los argumentos que voy a defender aquí van en otra línea, apuntan al sistema como generador y responsable último de la violencia, desviando el foco de la culpa de los policías o de cualquier otro grupo violento. A mi modo de entender, y a tenor de los resultados que expondré a continuación, los policías no son ni más ni menos violentos que cualquiera de los ciudadanos, simplemente están ahí, son un eslabón fundamental del mecanismo del sistema y como tales son obligados por el mismo sistema a producirse de manera violenta. Son, en definitiva víctimas, aunque suene extraño llamar víctima al que golpea.

Pero ya está bien de hablar, dejemos que hable en adelante la psicología social, y veamos lo que nos dice a propósito de todo esto.

EL EXPERIMENTO MILGRAM.

Famoso experimento que allá por la década de los 60 llevó a cabo el psicólogo estadounidense Stanley Milgram. Un experimento que acabó derivando, con no poca sorpresa para los propios investigadores, que la mayoría de los ciudadanos normales sea cual sea su profesión son capaces de actuar de forma sádica y violenta si se los sitúa en un determinado contexto.

La idea del experimento surgió cuando Milgram empezó a cuestionarse la razón por la cual Adolf Eichmann, el nazi encargado de la logística de recogida, transporte y exterminio de los judíos en el Holocausto, se había mostrado durante su juicio tan sorprendido por el odio que provocaba. Eichmann siempre dijo que únicamente obedecía órdenes y obedecer órdenes era algo bueno. Simplemente no entendía. Tampoco aclararon nada los informes psiquiátricos que le hicieron a Eichmann durante el proceso, ya que todos coincidieron en que era una persona sana que siempre había llevado una vida familiar y social de lo más normal. Todo esto intrigó a Milgram hasta el punto de llevarlo a realizar un experimento en la Universidad de Yale. Se trataba de ver con qué facilidad se puede convencer a la gente corriente para que cometan atrocidades como las que se cometieron en la Alemania nazi. Quería saber hasta dónde puede llegar una persona obedeciendo órdenes y con ese objetivo oculto ideó su experimento.

El objetivo aparente del experimento, esto es, el señuelo, quedó insertó en un anuncio de un periódico local y no era otro que realizar un estudio relacionado con la memoria y el aprendizaje para el que se pagaría a los voluntarios que quisieran participar. Al experimento se presentaron multitud de personas de entre los que seleccionó a 40 hombres de entre 20 y 50 años con distinta educación y profesiones, intentando eso sí que todos tuvieran un perfil de ciudadano normal sin síntomas que pudieran denotar propensión a la violencia. Y el experimento era el siguiente: de una parte un investigador, que trata de ver cuánto castigo es necesario aplicar para aprender mejor; de otra parte un participante (el voluntario) que hará las veces de educador encargado de dosificar el castigo; y por último un cómplice (que colabora con el investigador haciéndose pasar por voluntario), que tomará el papel de aprendiz y deberá sufrir el castigo.

Para que lo entendamos, en teoría hay dos voluntarios, uno ha de hacer de alumno y otro de educador, pero gracias a la connivencia del cómplice al participante seleccionado siempre le toca hacer de educador en el sorteo previo (amañado). Una vez puestos en faena, se coloca al alumno cómplice en otra habitación donde será amarrado a una silla eléctrica con unos electrodos conectados. El alumno deberá aprenderse una lista de palabras emparejadas que se le muestran previamente durante unos minutos. Luego de haberlas visto todas el participante que hace de maestro educador le irá mostrando la primera de cada serie sucesivamente, debiendo el alumno recordar la palabra asociada. Si falla o no responde el educador le suministrará una descarga eléctrica.

Con objeto de que el participante que hace de educador entienda cómo son las descargas, al principio del estudio se le aplica a éste una descarga real de 45 voltios. Una vez comprobado este detalle por el educador y aclarado que en ningún caso las descargas ponían en peligro la vida del alumno, la pauta del experimento era administrar descargas eléctricas al alumno cada vez que cometía un error, aumentando el voltaje en 15 voltios por cada fallo, con 30 niveles de descarga hasta un máximo de 450 voltios.

Algunas aclaraciones más: puesto que todo formaba parte de un experimento dirigido, el falso alumno daba a menudo respuestas equivocadas a propósito para comprobar la reacción del educador, cuando en realidad el alumno no recibía descarga alguna, sólo fingía recibirlas con gestos de dolor más o menos ostensibles que iban aumentando a medida que aumentaba el voltaje de las supuestas descargas. Todo esto, claro está, no lo sabían los participantes que hacían de educadores, que aplicaban descargas convencidos de que eran reales. No obstante, los participantes no estaban obligados a continuar con el experimento, y en ocasiones se negaban a continuar con las descargas. En previsión de una negativa el investigador que dirigía el experimento ya había previsto cuatro tipos de respuestas u órdenes:


Respuesta 1: Por favor, prosiga; o, por favor, vaya adelante.
Respuesta 2: El experimento exige que Vd. prosiga.
Respuesta 3: Es absolutamente esencial que Vd. continúe.
Respuesta 4: No hay más remedio: Vd. tiene que seguir.



Si tras las cuatro advertencias el voluntario persistía en su negativa se paraba el experimento; si decidía continuar con el experimento este acabaría irremediablemente después de haber administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.

Y al fin acabamos las aclaraciones, ahora sólo queda saber cuál fue el resultado del experimento. Y el experimento acabó sorprendió a todo el mundo, incluidos los psicólogos y los universitarios a los que se les preguntó previamente, ya que todos afirmaron convencidos que sólo algunos sádicos aplicarían descargas elevadas.

Desgraciadamente no fue así, el porcentaje de maestros educadores –ciudadanos en apariencia normales- que castigaron a sus alumnos con el máximo voltaje fue, ¡nada menos que el 65 %! Y aún peor: ¡ninguno de los participantes se detuvo antes de los 300 voltios! ¿Somos conscientes de lo que supone una descarga de 300 voltios? Lo curioso es que Milgram repitió el experimento en otras ciudades de América, también en Europa, también con mujeres, y los resultados fueron similares en todos los casos.

Sorprendente, y escalofriante: eran ciudadanos normales elegidos al azar y se convirtieron en torturadores sin más. Pero si el resultado de este experimento les parece sorprendente, esperen a ver el siguiente.

EL EXPERIMIENTO DE LA UNIVERSIDAD DE STANFORD.

Y si poco había que concluir en positivo del experimento de Milgram, mucho menos vamos a encontrar en el que llevó a cabo su colega Philip Zimbardo años después en la Universidad de Stanford.
No es menos famoso este experimento que el anterior, y es posible que lo conozcan, pues el libro que lo explica, El efecto Lucifer, se ha convertido en todo un best-seller internacional más allá de los círculos académicos.

En este caso se trataba de recrear el ambiente de una cárcel real. Se buscaban razones científicas que explicaran lo que estaba detrás de los conflictos que a menudo se producían en las cárceles americanas. En esta ocasión se formaron dos grupos con doce carceleros y doce reclusos repartidos al azar de un total de 70 universitarios voluntarios de entre los que se escogió a los más sanos y aparentemente normales. El experimento debía durar dos semanas y se trataba de comprobar qué ocurriría si se tomaban personas aparentemente normales para hacer de carceleros y de presidiarios. De nuevo se esperaba, como en el caso de Milgram, que no hubiera demasiados incidentes, puesto que se trataba de universitarios sanos y bien educados y no de policías acostumbrados a la violencia y delincuentes sin moral alguna.

Algunos detalles: Zimbardo dispuso a los guardias con uniformes, porras y gafas de espejo, a los reclusos los vistió con un batín blanco, sin ropa interior y una media de señora cubriéndoles la cabeza, siempre serían identificados y llamados por un número de orden. El motivo: dar a unos, los policías, identidad de grupo, sensación de poderío y distancia frente a los reclusos, y a los otros lo contrario para hacerlos sentir indefensos, anónimos e inferiores. A partir aquí libertad para los guardias para mantener el orden, sin violencia, como mejor estimaran oportuno… y todo se descontroló inmediatamente. Al poco los guardias comenzaron a dedicar a los presos un tratamiento humillante, a lo que éstos respondieron con motines; hubo represión con más violencia de la necesaria, hubo una huelga de hambre, dividieron a los reclusos, intentaron manipularlos para que se enfrentaran entre ellos, se les limitó la comida, la higiene personal y hasta el derecho de ir al lavabo, se los obligó a dormir en el suelo, a limpiar retretes con sus propia manos y a realizar actos obscenos para mofa de sus carceleros, todo ello con unos extremos de sadismo nada propios de unos estudiantes universitarios normales. Esto provocó que algunos presos acabaran sumidos en fuertes estados de depresión, con interminables llantos y preocupantes patologías psicosomáticas. A los seis días, por miedo a que el asunto degenerara en situaciones irreversibles el experimento se canceló.

¿Sorprendente verdad? Sorprendente no: ¡terrorífico! Y de nuevo el mismo resultado, o aún más grave si tenemos en cuenta que en este caso, a diferencia del de Milgram, no se hallaban los guardias sometidos a una autoridad que los obligaba a cada poco a actuar con violencia. Cierto, los guardias eran la autoridad en la prisión, pero no tenían a nadie más que los mandara hacer nada, habrían podido mantener el orden y la disciplina con otros métodos más humanos, o podrían haber abandonado y nadie les habría dicho nada, pero nada de eso ocurrió. Y por alguna extraña razón el resultado volvió a ser similar al anterior: gente aparentemente normal aplicándose sobre gente inocente de manera claramente inmoral.

Mucho se ha dicho también del resultado de este experimento, sobre todo tras los curiosos paralelismos que tuvo con los famosos incidentes de la cárcel de Abu Ghraib (Irak). Aunque no hace falta irse tan lejos, pues mucho de lo vivido en el experimento de Zimbardo se ha repetido todos estos años en las calles de nuestras ciudades españolas, con la persecución, el encierro y la violencia que se ha aplicado con los inmigrantes africanos que venían a ganarse la vida. Sea como fuere, una y otra vez se repiten los patrones de comportamiento, en un experimento, en la cárcel de San Quintín, en Abu Ghraib, en un Centro de Internamiento de Extranjeros o contra ciudadanos indignados, en Valencia, en Tenerife o en Barcelona.

EL EXPERIMENTO DEL BUEN SAMARITANO.

Parece pues que a tenor de los experimentos, los elementos situacionales –el ambiente- se imponen a los disposicionales –los genes-, esto es, a nuestra supuesta libertad. Lo externo a nosotros, el sistema, la cultura, los roles y las costumbres pueden con lo que creemos ser, con nuestros genes, con nuestra conciencia interior. Una realidad que viene a confirmar un tercer experimento psicológico también muy conocido, aplicado en esta ocasión a los que en teoría deberían estar más preparados para no sucumbir al ambiente en determinados casos.

Nos referimos al experimento que llevaron a cabo los psicólogos Darley y Batson allá por el año 1973, en un Seminario de pastores protestantes de la Universidad de Princeton. Se le conoce como el experimento del buen samaritano, y se trataba de nuevo de enfrentar a los elementos disposicionales con los situacionales. En concreto querían ver si estudiantes seminaristas que pronto serían curas se pararían a ayudar a una persona necesitada de ayuda –como corresponde a personas entregadas al servicio de Dios- o por el contrario pasarían de largo aduciendo que iban escasos de tiempo.

Para comprobarlo los experimentadores repartieron a los futuros pastores en dos grupos, al primer grupo les dijeron que tenían que preparar un sermón sobre la parábola bíblica del “buen samaritano” (esa en la que un caminante originario de Samaria se detuvo en su camino a Jericó para ayudar a una persona necesitada mientras todos los demás pasaban de largo), y al segundo grupo les adjudicaron un sermón sobre las oportunidades en el mercado de trabajo. Todo con una salvedad importante: para dar el sermón ambos grupos debían trasladarse de un edificio a otro con escaso margen de tiempo, y habían de hacerlo pasando por un pasillo que unía ambos edificios. Los seminaristas, claro está, no sabían que estaban siendo objeto de un experimento psicosocial, y tampoco sabían que en ese pasillo encontrarían a una persona caída en el suelo fingiendo necesitar ayuda.

¿Qué creen que pasaría? ¿Se pararían todos? ¿Sólo algunos? ¿En mayor número los que debían dar el sermón del “buen samaritano”, o tal vez los otros? De nuevo los resultados sorprendieron a todos, incluidos los propios experimentadores. Sólo un 10% de los seminaristas se detuvieron a ayudar a la persona necesitada sin importarles llegar tarde a su sermón, sin variaciones significativas en ambos grupos. Es sorprendente… ¡es desolador! ¿Cómo es posible que seminaristas que en teoría estaban adoctrinados por su propia fe para ayudar al prójimo no lo hicieran aduciendo una excusa tan vaga como llevar prisa para dar una charla? Y aún peor: ¿cómo es posible que seminaristas que se habían preparado para dar una charla inminente sobre el “buen samaritano” no pusieran en práctica esas mismas enseñanzas? De nuevo comprobamos hasta qué punto puede el sistema imponerse sobre nuestros valores, aun cuando damos por hecho que esos valores están fuertemente arraigados en nosotros, cómo se les presuponía a nuestros seminaristas.

La realidad es que no importó que fueran curas y tampoco importó el tema del sermón, el 90% pasó de largo porque llegaban justos de tiempo para dar su charla, el mismo 90% de fontaneros, de periodistas o de peritos judiciales que habrían seguido su camino de haber probado con ellos. Dos valores se enfrentaban aquí: el amor al prójimo y el tiempo. Y dice ese famoso paradigma de la modernidad que “el tiempo es oro”, aún más valioso en un ambiente de competencia. Los seminaristas competían como hace todo el mundo en nuestra sociedad, querían ser puntuales y dar el mejor sermón, y eso era lo realmente importante. En este contexto parece pues que la solidaridad y el compromiso social quedan relegados, y asusta pensar que así sea. ¿Si en 1973 ocurría esto con unos curas qué no ocurrirá en 2011 con una sociedad mucho más acelerada, temerosa de todo y huérfana de valores que la de entonces, apremiada además por una crisis que no cesa? Oscuro horizonte parece vislumbrarse.

ALGUNAS CONCLUSIONES INICIALES.

Hasta aquí con los experimentos, nos han servido para comprobar lo importante que es el ambiente como condicionante de nuestra conducta. Lo cual, aclarémoslo, no quiere decir que haya que excusar a todos los carceleros, policías o autoridades que torturan, pegan o violentan a los demás, como tampoco podemos excusar a los ciudadanos (curas o no) que no ayudan ni se implican porque andan inmersos en su carrera particular. A mi juicio, por muy poderoso que sea el influjo del sistema y de su ambiente, a todos siempre nos queda un resquicio de libertad para tomar distancia, reflexionar un momento y decir: “¡Alto ahí! Soy un ser humano íntegro y no me dejaré arrastrar por el sistema esta vez”. La cuestión es saber si además de ese resquicio de libertad y ese plus de reflexión encontraremos la dosis suficiente de valentía para decir no a todo un sistema. Quiero pensar que sí, a la luz de los indignados.

Aunque lo primero es caer en la cuenta de que estamos siendo dirigidos por el ambiente, cuestión que tendríamos que preguntarle a más de un autosuficiente y fornido policía. Un asunto del que nos advierte mejor que nadie el propio Zimbardo cuando dice:

Queremos creer en la bondad esencial e invariable de la gente, en su capacidad de resistir ante las presiones externas, de evaluar de una manera racional las tentaciones de la situación y rechazarlas. Otorgamos a la naturaleza humana unas cualidades cuasi divinas, unas facultades morales y racionales que nos hacen ser justos y sabios. Simplificamos la complejidad de la experiencia humana erigiendo un muro aparentemente infranqueable entre el Bien y el Mal. En un lado estamos Nosotros y están los Nuestros, los que son como nosotros; al otro lado de ese muro colocamos a los Otros y a los Suyos, a los que son como ellos. Paradójicamente, al haber creado este mito sobre nuestra invulnerabilidad a las fuerzas situacionales, nos hacemos aún más vulnerables a ellas por no prestarles suficiente atención.

En efecto, los resultados de los experimentos mostrados en este estudio rompen de plano con la idea de los buenos y los malos. Los experimentos prueban que no existe la bondad y la maldad cada una por su lado. El experimento de Milgram por ejemplo, fue repetido durante años en distintos escenarios y países, con distintas culturas de distintas tradiciones, también con mujeres, y siempre arrojó los mismos resultados: personas normales se volvían repentinamente sádicas cuando así se lo ordenaba una autoridad legítima. Así resultó, para demostrar que los seres humanos somos capaces de lo peor y de lo mejor, pudiendo tornar hacia el lado bueno o hacia el lado malo a poco que se den unas circunstancias externas determinadas.

EL PESO DE LA AUTORIDAD NOS OBLIGA.

A los participantes en el experimento de Milgram los obligaba una autoridad física, el director del experimento, hablando en nombre de otra autoridad moral, la Ciencia. Los participantes se sentían afortunados por poder contribuir al avance de la Ciencia en lo que le habían dicho que era un estudio novedoso sobre el aprendizaje en los humanos. Todos podían renunciar voluntariamente en cualquier momento pero… ¡se trataba de la Ciencia!, ¡los expertos! ¿Quién se atreve a discutirles? Los participantes daban por hecho que alguien había ya reflexionado por ellos sobre la conveniencia o no de aquel experimento, y entendían que si alguien les pedía que siguieran con las descargas era porque aquello cumplía con todas las exigencias éticas. El valor que nuestra sociedad otorga al saber científico está por encima de toda duda, por encima incluso de la conciencia individual, y aquello no venía más que ha corroborarlo. ¿Les suena aquello de, “el fin justifica los medios”? Lo dijo hace siglos un tal Maquiavelo, y Milgran nos trae pruebas de que es una regla por desgracia muy aplicada.

¿Qué valores se sitúan hoy por encima de la conciencia individual de los policías y de la conciencia general de buena parte de la sociedad que aún calla y asiente con las violencias que nos aplican? Y digo “violencias” porque no se trata sólo de la violencia física, también sufrimos y de qué manera violencia económica, violencia institucional o violencia estructural, entre otras.

A mi modo de ver hay tres valores que se ponen en juego en nuestra sociedad y obligan mucho a la ciudadanía a callar y obedecer, cuando no a golpear. Esos valores son el orden, el estado del bienestar y la democracia.

El orden.

El ser humano desde que está en el mundo ha buscado siempre el orden como forma de perseverar en su ser, esto es, de subsistir. Una vida ordenada es más fácil de sobrellevar que una vida caótica e impredecible. El orden a través de la cooperación mutua, del reparto de tareas o la división en el trabajo; el orden desde el instante en que cada miembro estaba identificado y tenía un rol asignado en el grupo. De esta manera, el orden está inscrito en nuestra conciencia como un valor fundamental que se traduce en armonía, estabilidad y control. Un orden que representan hoy, por mucho que no nos convenzan, los estados supuestamente democráticos donde vivimos, y a los cuales nos sometemos a través de las leyes que en ellos nos obligan. Frente a esto, el rebelde, el indignado, el insumiso, el que se manifiesta frente al parlamento, se presenta ante los que aún creen en el sistema –que son muchos todavía-, como un elemento perturbador del orden establecido.

Para los que viven bien en el sistema y no desean que nada cambie, y para los que aún sin vivir bien se adaptan y claudican, los indignados son algo terrorífico porque están pidiendo un cambio radical, otra cosa, otro mundo, otra forma de hacer política.
No es casualidad que a los agentes de policía se les llame agentes de la ley y el orden. Así, por muy dura o violenta que pueda parecer una acción de un policía sobre un ciudadano indignado tomada ésta de manera aislada, una vez que la situamos como una acción más del sistema en el que se integra, esa acción pasa a ser vista como necesaria garantía del orden y la estabilidad del mismo.

El estado del bienestar.

Un valor que está muy presente aún en nuestras sociedades, pese a la crisis económica, la recesión, el paro o el empobrecimiento de muchas familias. Está presente y si no lo está de facto lo está al menos en la confianza –o en la esperanza- que la mayoría tienen en que la crisis pase algún día y todo vuelva a ser como antes si hacemos caso a los que saben. Frente a esta vana esperanza, de nuevo, los indignados se presentan como elementos perturbadores: atacan al sistema, atacan a los políticos, los insultan, se rebelan, cortan calles, ocupan plazas, y en definitiva, impiden o coartan los planes de nuestros políticos que son los que en verdad saben de esto.

La democracia.

Palabra sagrada. ¿O acaso hay una palabra en nuestro diccionario que goce de mayor reconocimiento? Decir democracia es decir libertad. Democracia es pueblo, es justicia, es liberalismo, es República, es el gobierno de todos por todos. Todo lo bueno es democrático; lo malo es antidemocrático, poco democrático o predemocrático. No hay más que escuchar a cualquiera de nuestros representantes políticos cuando hablan en público, de cada diez palabras que pronuncian una es o tiene que ver con la democracia. Ellos son ante todo demócratas y nunca se cansan de evocar las excelencias de la democracia. Nos recuerdan y rememoran a los que lucharon y dieron la vida por ella y se postulan como garantes de los valores que ella representa. La democracia es el manto que envuelve todo lo que se hace hoy en nuestras instituciones políticas. Nuestros políticos son democráticos porque han sido elegidos por el pueblo. Y por si con eso sólo no bastara, además se han preparado para ser lo que son, han estudiado, son técnicos, son expertos, saben de lo que hablan y aparte de ello representan al pueblo, nos representan a nosotros y a nuestros intereses, hablan por y para el pueblo. ¿Después de todo esto cómo pueden estar equivocados? Es indudable pues: la democracia funciona como garante de todo lo que hacen nuestros gobiernos, nuestras administraciones y nuestros policías, sea esto bonito o feo, sea moralmente aceptable o no lo sea, pues lo hacen en defensa de la democracia.

La democracia y lo que ella representa está detrás del policía que pega, y también lo está en la conciencia de esa gran mayoría de ciudadanos españoles que todavía no han salido a la calle; porque, no nos engañemos, los indignados están haciendo ruido pero tomados en comparación con los 50 millones de españoles son todavía muy pocos.

NO TODO ESTÁ PERDIDO.

Cierto, hay resultados importantes del experimento de Milgram que no hemos mostrado y nos ofrecen un espacio para la esperanza. Se trata de varios factores de distorsión que introdujo Milgram y cambiaron por completo los resultados.

Trataba Milgram de probar la manera en que los participantes respondían cuando eran expuestos a dos autoridades en lugar de a una, y con esa intención colocó a dos experimentadores de igual edad y misma indumentaria junto al participante y se dispuso a iniciar el experimento. Nada cambió, en principio, mientras los experimentadores mantuvieron la misma unidad de criterio sin diferencias ni discusiones. Pero lo que a Milgram le interesaba era comprobar cómo respondemos ante autoridades enfrentadas. ¿Qué fue lo que hizo? Dispuso que al llegar a la descarga de 150 voltios (la primera en la que el alumno exclamaba con cierta vehemencia), un experimentador mandara parar el experimento mientras el otro ordenaba seguir con él. En este punto, de los 20 participantes que intervinieron, 18 abandonaron el experimento y no dieron más descargas ante la primera divergencia entre las autoridades, uno abandonó incluso antes y el último de los 20 abandonó inmediatamente después.

A tenor de los nuevos datos, parece pues que en cuanto se rompe la hegemonía de la autoridad única y empiezan a aparecer voces diversas dejamos de participar en actividades contrarias a nuestra conciencia moral. Del resultado de esta variante sacó Milgram una de sus más importantes consecuencias: que el pluralismo es la mejor medicina preventiva para evitar que personas aparentemente normales participen en acciones moralmente inaceptables. Esta conclusión debería alegrarnos al comprobar que no siempre obedecemos las órdenes cuando van contra nuestros principios morales, debería alegrarnos si no fuera porque hoy en nuestras sociedades el pluralismo es una palabra vacía de contenido real. En efecto, sólo hay que mirar nuestros parlamentos: PP, PSOE y nacionalistas es lo que hay, todos opinan básicamente igual, y todos defienden o se pliegan a los intereses del capital frente al interés general de los ciudadanos.

En este contexto, el pluralismo no es sino otro barniz con el que se cubre la democracia en su afán por parecer decente cuando en realidad no lo es. Se entiende pues el porqué de la ceguera e insensibilidad que mostramos frente a la violencia institucional (y también directa) que sufren no ya sólo los indignados, también cualquier ciudadano medio no privilegiado.
Busquemos pues el pluralismo, hagámoslo posible.

Y la segunda variante que introdujo Milgram en su experimento fue la de la cercanía o lejanía del agente violento y su víctima. Quería ver con ello el efecto de la proximidad en la reacción de los participantes. Cómo vimos, se trataba de dar descargas eléctricas de intensidad creciente a unos individuos que estaban en una habitación contigua cada vez que éstos se equivocaban en la respuesta. El caso es que Milgran quiso ver si podían darse diferencias significativas en los resultados atendiendo a la mayor o menor cercanía espacial entre el educador (participante) que aplicaba las descargas y el alumno que las recibía. Con esa idea se establecieron cuatro distribuciones espaciales diferentes: una primera donde el educador ni veía ni oía al alumno en ningún momento, una segunda en la que el educador sí oía al alumno quejarse por el dolor pero no lo veía, una tercera con ambos en la misma habitación, y una cuarta en la que el educador tenía que tomar del brazo al alumno y llevar su mano hasta la placa de descargas cada vez que éste se equivocaba.

¿Qué creen que ocurrió con cada una de las variantes? El porcentaje de voluntarios obedientes que continuaron dando descargas descendió desde un 65% en el primer caso, hasta un 62.5% en el segundo, un 40% en el tercero y un 30% en el último y más próximo caso. Parece que el efecto de enfrentar el rostro de la víctima, la cercanía, el contacto físico, fueron factores clave para romper todos los protocolos y con ellos el poder de la autoridad. Pero, ¿cómo es posible? ¿Acaso ya no era tan importante colaborar con el avance de la Ciencia? Parece que para la mayoría de los participantes fue demasiado tener que tomar el brazo del alumno cada vez que habían de darle una descarga; poco importaba ya que fuera la Ciencia quien se lo estuviera pidiendo; la visión del rostro del dolor enfrentado directamente es más fuerte que muchos otros condicionantes.

¿Qué podemos decir de este detalle a tenor de lo que ocurre hoy? Así, a bote pronto, es evidente en nuestra sociedad atomizada, competitiva y superacelerada el rostro se nos niega continuamente. La persona, el ser humano no es lo importante, importan sólo los resultados. Y no ya sólo en el mundo del trabajo, también en el de las relaciones, cada vez más ponemos nuestra tiempo y nuestras relaciones en unas redes sociales donde no hay rostro físico, sólo letras y fotos en una pantalla. El rostro, el rostro, eso que nos hace diferentes, eso que nos hace humanos, ¿dónde está?

Estoy seguro que el policía que golpea ciego a los manifestantes sin importarle nada más, no lo haría a poco que pudiera conocer a esas personas que se sientan frente al parlamento; estoy seguro que ese manifestante indignado que lanza improperios y toma al policía por un energúmeno sin cerebro y sin corazón, no lo haría a poco que pudiera saber de la historia de ese policía.

El rostro, el rostro, este es a mi modo de ver otro de los caminos, sin duda el más importante, con el que podemos romper con esta violencia absurda que nos atrapa.
Vayamos en busca del Otro, el diferente, el que creemos contrario, ajeno, enemigo, e intentemos conocerlo. Esta es la otra conclusión en positivo que podemos sacar de esta aproximación a la condición humana.

Hablaremos con más profundidad del fenómeno del rostro en futuras entregas. Valga hasta aquí lo dicho para comprender que somos todos, policías e indignados, víctimas de un mismo y cruel sistema.

VERSUS